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La pelota de oro

¿Realmente existira el verdadero amor? En época pasadas el amor era a primera vista, pero por disposición política y social; las bodas se arreglaban por conveniencia de la familia.


Cuando en la familia se tenía una hija, se tenía que casar con el elegido de la familia; no importaba que la hija estuviera enamorada de otra persona. Los tiempso cambian, hoy en día puedes escoger con quien casarte.


Para nuetras lectoras romanticas, les dejamos con un hermoso cuento de amor. Que nos hará pensar en ese enamorado que muchas quermos y en pocas ocasiones llega.


Había una vez un Rey que tenía tres hijas. La mayor estaba enamorada del panadero que traía el pan a palacio, y el panadero estaba enamorado de ella. ¿Pero cómo hacer para pedir su mano? El panadero encaró al Secretario del Rey y le expuso el caso.


-¿Pero estás loco? -le dijo el Secretario-. ¿Un panadero enamorado de una hija del Rey? ¡Pobre de ti si el Rey llega a enterarse!


-Justamente por eso venía a hablarle -dijo el panadero-, para que usted empiece a preparar el terreno con Su Majestad, tanto como para acostumbrarlo a la idea.


-¡Pobres de nosotros! -y el Secretario se agarró la cabeza con las manos-. ¡Ni soñarlo! El Rey se la tomaría conmigo y yo también tendría que habérmelas con él.


Pero el panadero, que era un joven obstinado, continuó insistiéndole al Secretario todos los días para que le hablase al Rey, hasta que el Secretario, para quitárselo de encima, le dijo:

-¡Está bien, le hablaré al Rey, pero mira que esto traerá cola!

Un día, aprovechando que el Rey estaba de buen humor, le dijo:

- Majestad, si me permite, quisiera decirle algo, pero antes debe prometerme que no se la tomará conmigo.

-Habla nomás - dijo el Rey, y el Secretario reprodujo el discurso del panadero.


El Rey palideció.

-¿Qué? ¿Cómo te atreves? ¡Guardias! ¡Arréstenlo!

Y el pobre Secretario ya estaba por ser conducido a la prisión cuando el Rey recordó que le había dado su palabra de no tomársela con él, y entonces dio órdenes de arrestar a las tres hijas y de mantenerlas encerradas a pan y agua.


Así las tuvo seis meses; después pensó que era justo llevarlas a tomar un poco de aire y las mandó a pasear un poco por la carretera con sus servidores, en una carroza cerrada. A mitad de camino, cayó sobre la carretera una espesa niebla, y en medio de la niebla apareció un Mago, abrió la carroza, capturó a las muchachas y se las llevó.

Al disiparse la niebla, los servidores encontraron la carroza vacía. Llamaron y buscaron, todo en vano; volvieron al palacio con las manos vacías. Al Rey no le quedó sino emitir un bando: quien encontrara a las hijas podía elegir una por esposa.


El panadero, a quien habían echado sin más trámite del palacio, se había puesto a recorrer el mundo con dos compañeros. Una noche, en un bosque, habían encontrado una casa iluminada. Van a golpear, y la puerta se abre sola. Entran, suben las escaleras y no ven a nadie; pero había una mesa preparada para tres con la cena ya servida en los platos. Se sentaron a comer, después encontraron tres dormitorios con las camas hechas y se fueron a dormir.


A la mañana encontraron tres escopetas junto a las camas. En la cocina había comida, pero todavía cruda. Entonces decidieron que dos de ellos saldrían a cazar mientras el otro se quedaba cocinando. Fueron a cazar el panadero y otro camarada. El que se quedó fue a encender el fuego; mientras echaba el carbón, una pelota de oro saltó de la chimenea y se puso a bailar entre sus pies. El hombre no sabía dónde saltar; esa pelota siempre lo seguía pisándole los talones, y cuando él le tiró un puntapié, la pelota giró sobre sí misma y volvió bajo sus pies. Otro puntapié, y la pelota seguía girándole entre los pies. Cuanto más se empeñaba en patearla, menos atinaba a librarse de ella. Al fin, con un puntapié más fuerte que los otros, la pelota de oro se partió en dos y de ella saltó un jorobadito con un garrote en la mano. Con ese garrote el jorobadito empezó a repartir palos. Era un jorobadito así de chiquito, y con garrote y todo sólo le llegaba a las piernas, pero repartía golpes con tanta saña que el pobre hombre no podía tenerse en pie, y cayó al suelo con las piernas totalmente moradas. Entonces el jorobadito volvió a meterse en la pelota, y la pelota volvió a cerrarse y desapareció en la chimenea.


Medio muerto, el hombre se arrastró con las manos hasta el dormitorio y se tiró en la cama; ni siquiera pensó en cocinar. Y como estaba muy abatido, pensó: “Si yo me recibí los palos, también deben recibirlos mis compañeros.” De manera que cuando llegaron los otros dos y descubrieron que la comida no estaba lista y él estaba acostado y le preguntaron el motivo, él respondió:

-No es nada, es el carbón malo de esta región, que me hizo doler la cabeza.

A la mañana siguiente, el que había recibido la paliza estaba mejor y salió a cazar con el panadero. El otro se quedó a cocinar, fue a prender el fuego y de la chimenea saltó la pelota de oro. También él la emprendió a puntapiés para quitársela de encima, hasta que salió el jorobadito y le dio tantos garrotazos que también él se tumbó en la cama medio muerto.


-También a mí me hizo mal el carbón -dijo cuando volvieron sus camaradas y no encontraron la comida lista.

-¡Bah! Mañana me quedo yo, a ver qué me hace - dijo el panadero.

-¡Oh, sí! ¡Ya vas a ver qué te hace! -dijeron los dos que ya habían recibido los garrotazos.

Al día siguiente se quedó el panadero. Fue a prender el fuego y la pelota de oro empezó a rodar entre sus pies. El iba hacia un lado y otro y la pelota siempre seguía bailando alrededor. Se subió a una silla: la pelota también saltó a la silla. Subió a una mesita; y la pelota saltó a la mesita. Puso la silla sobre la mesita y se subió a la silla; y al fin, dejando que la pelota bailara cuanto quisiera, se puso a desplumar un pollo con toda tranquilidad.

Al rato la pelota de oro se cansó de bailar. Se abrió y salió el jorobadito.


- Joven -le dijo-, tú me caes bien: tus camaradas la emprendieron a puntapiés conmigo, y tú no; a ellos los traté a garrotazos, pero a ti quiero ayudarte.

- Muy bien -dijo el panadero-, entonces ayúdame a cocinar, que ya me hiciste perder bastante tiempo. Ve a buscar la leña y sostenla firme que yo la corto.


El jorobadito le trajo un haz, el panadero alzó el hacha, pero en lugar de golpear la leña le asestó un fuerte golpe en la nuca al jorobadito cortándole la cabeza limpita. Luego lo agarró y lo tiró en el pozo.

Cuando volvieron sus camaradas, dijo el panadero:

-¡Eh, pobrecitos, otra que carbón! ¡Eran los garrotazos los que les habían hecho mal!

-¿Y cómo? ¿Tú no recibiste ninguno?

-No sólo no recibí ninguno, sino que le corté la cabeza al jorobadito y lo tiré en el pozo.

-¡Pero vamos! ¡A nosotros nos la vas a contar!

-Si no me creen, bájenme al pozo y lo traigo.

Los compañeros le ataron una soga a la cintura y lo bajaron. En la mitad del pozo había un ventanal iluminado, y atrás de los vidrios se veían las tres hijas del Rey encerradas en un cuarto, cosiendo y recamando.

¡Imaginen la alegría de los dos enamorados al encontrarse! Pero la hija del Rey dijo:

-¡Huye! ¡Está por volver el Mago! ¡Vuelve esta noche a liberarnos mientras duerme!

El panadero siguió bajando muy contento hasta el fondo del pozo, tomó el cadáver del jorobadito y lo subió para que lo vieran sus compañeros.


Esa misma noche se hizo bajar con un sable en la mano para liberar a las hijas del Rey. Entró por el ventanal y vio al Mago dormido en un sofá, mientras las tres hijas del Rey lo abanicaban. Si por un instante dejaban de abanicarlo, se despertaba. El panadero dijo:

-Tratemos de abanicarlo con el sable.

El Mago se despertó, pero ya estaba muerto: le habían segado el cuello de un sablazo, y la cabeza volaba al fondo del pozo.


Las hijas del Rey abrieron los cajones de la cómoda, que estaban colmados de zafiros, diamantes y rubíes. El panadero llenó una cesta con las piedras, la ató a la soga y le gritó a sus compañeros que la subieran. Luego ató una por una a las muchachas y las hizo subir.

-Toma, ten esta nuez -dijo la primera en el momento en que la ataba.

-Toma, ten esta almendra -le dijo la segunda.


La tercera, que era su enamorada, como había quedado última pudo darle un buen beso, y después le dejó una avellana.

Ahora le había llegado el turno de subir al panadero, pero él desconfiaba de sus camaradas, que ya le habían hecho la mala pasada de no contarle nada del jorobadito; y en vez de sujetar su cuerpo a la soga, sujetó el del Mago decapitado. Vio que el cuerpo se levantaba, se levantaba, y de pronto se despeñaba al fondo con soga y todo, porque sus compañeros la habían soltado para llevarse a las hijas del Rey y decirle al Rey que eran ellos quienes las habían liberado.


Las muchachas, cuando vieron que no seguían subiendo al panadero, se pusieron a gritar:

-¿Cómo? ¿Él fue quien nos liberó y ustedes lo dejan caer?

-¡Calladas, palomitas! -dijeron los dos bribones-. Será mejor para ustedes. Ahora vuelven al palacio con nosotros, bien tranquilitas, y a todo lo que decimos nosotros ustedes dicen que sí.

El Rey, creyéndolos los verdaderos salvadores de sus hijas, los abrazó y agasajó, y si bien no eran hombres que le gustaran demasiado, les prometió darles una hija por esposa a cada uno. Pero las hijas empezaron a buscar excusas para postergar las bodas, y se pasaban los días esperando que el pobre panadero atinara a regresar.

El panadero, abandonado en el pozo, se había acordado de los tres regalos de las hijas del Rey. Había partido la nuez, y había encontrado un vestido de Príncipe, bello y espléndido. Había partido la almendra y de ella había salido una carroza de seis caballos. Había partido la avellana y de ella había salido un regimiento de soldados.

Así, vestido de Príncipe, montado en su carroza de seis caballos y seguido por el regimiento de soldados, emprendió viaje del mundo inferior al mundo de arriba, y llegó a la Ciudad Real.


Al enterarse de que llegaba un señor tan poderoso, el Rey le mandó sus Embajadores.

-¿Vienes en son de paz o en tren de guerra?

-En son de paz para quien me ama, y en tren de guerra para quien me traicionó --dijo el panadero.

-¡Es él, es él, nuestro salvador! -dijeron las tres hijas del Rey, que habían subido a la cima de una torre para mirar con el catalejo.

-¡Es él, es él, mi prometido! --dijo la mayor.

-¿Qué quiere este villano disfrazado? -dijeron los dos compañeros, y salieron al campo armados.

El regimiento disparó toda su fusilería y los dos traidores cayeron muertos.

El Rey recibió al recién llegado como vencedor y liberador de sus hijas.

-¡Yo soy el panadero que usted había echado, Majestad! -dijo el joven.

El Rey se sintió tan mal que abdicó en su favor, y el panadero reinó feliz con su esposa.





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