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Miguel el loco

Tenemos diferentes formas de apreciar la vida, que en ocasiones tenemos que explicar exactamente lo que decimos o queremos decir.


No debemos de burlar de las personas que son diferente o ven de forma diferente las cosas; al contrario deberíamos de apoyarlos y tratar de explicarle lo mejor lo posible lo que queremos decirles. Todos somos diferentes, pensamos diferente y pensamos que todas las personas piensan igual que nosotros.

Había una vez un hombre muy pobre, que tenía un hijo sumamente haragán y alocado, al que todos los que lo conocían le decían Miguel el loco. Especialmente en el pueblo lo llamaban así, pues como además de haragán era tonto, todas las cosas que empezaba le salían al revés. A su pobre padre le ocasionaba un sinfín de disgustos, pues lo poco que el hijo ganaba, lo tenía que gastar para enmendar sus errores.

Cierta vez, cansado Miguel de que todos se burlaran y lo mortificaran, le dijo a su padre:

- Padre, yo me voy de aquí, pues quiero probar fortuna en otro lado. Veré si encuentro un empleo como es debido en otra parte.

Su padre quedó contento de quitárselo de encima, por lo que no puso ningún reparo.

- Está bien, hijo mío, ve por donde no haya mucho barro.

La madre le preparó unos bizcochos, y con ellos se encaminó Miguel para conquistarse una posibilidad en el mundo. Pasaron las semanas, los meses, y al cabo de un año justo, Miguel el loco estaba de vuelta. Sus padres le preguntaron:

- ¿Qué has conseguido, Miguel?

- Venid conmigo y lo veréis – respondió Miguel.

Llevó a sus padres al fondo de la casa, donde había un pajar. En el pajar comenzó a buscar y a rebuscar.

- ¿Qué buscas, Miguel? – le preguntaron unos vecinos.

- Busco lo que he ganado en este año de servicios.

- ¿Y que es ello? – le preguntaron con sorpresa los vecinos y su padre.

- Una aguja – respondió Miguel el loco, con gran orgullo.

Todos sus amigos se rieron de él, y le gritaron:

- Loco, tonto. Otra vez deberás ponértelo en el sombrero.

Al otro día salió Miguel otra vez en busca de empleo, y al año siguiente estaba de vuelta. Pero ahora había acatado los consejos de sus amigos, y traía lo que había ganado en el sombrero. Era una media res, por lo que sus vecinos y amigos se rieron otra vez de él.

- Loco, tonto. Otra vez póntelo al hombro.

Dejó la media res para sus padres, y volvió Miguel el loco a buscar empleo.

Al año estaba de vuelta, y como no había olvidado lo que le habían dicho, había colgado de su hombro (de modo que se arrastraban por el suelo) los dos metros de salchichas que le habían dado. Todos los perros del pueblo se le habían echado encima y, cuando llegó a su casa, apenas si llevaba dos pedazos. Los vecinos y amigos se volvieron a reír y le gritaron:

- Loco, tonto. Otra vez póntelos bajo el brazo, bien arrollados.

- Y cuando hubieras llegado a tu casa, lo hubieses colgado de la chimenea, de modo que todo el año hubieras tenido salchichas ahumadas – le dijo otro.

Miguel el loco se acordó todo el año de estas palabras, y cuando volvió de su empleo, donde había recibido una oveja, la llevó hasta su casa debajo del brazo, y cuando llegó la colgó arriba de la chimenea para que se ahumara.

Acudieron los vecinos y amigos, quienes le preguntaron qué había traído. Cuando supieron de lo que se trataba, y lo vieron colgado de la chimenea, bien ahumado, se rieron de él y le dijeron:

- Loco, tonto. Otra vez llévalo a un campo y átalo a un poste.

- Bueno, la próxima vez lo haré – respondió Miguel el loco.

Salió otra vez a trabajar y al volver, creedlo o no, traía una hermosa esposa. Tal cual lo habían dicho sus vecinos, la llevó al pesebre, la ató a un poste y le puso un montón de pienso delante. Después de eso, salió e invitó a todos a su boda.

Cuando todos llegaron, le preguntaron extrañados a Miguel por su esposa, es decir, su prometida, a quien no veían por ningún lado.

- Pues está en el establo - contestó Miguel tranquilamente.

Allá fueron los invitados y, efectivamente, la mujer estaba en el establo, atada a un poste y delante de ella había un montón de pienso. La mujer lloraba desconsoladamente. Y con razón, pues no era esa forma de tratar a una mujer.

- Loco, tonto – le dijeron nuevamente los amigos – a la mujer hay que abrazarla y besarla.

- Caramba, pues tienen razón – dijo Miguel – Desató a su prometida y la besó y la abrazó.

La llevó a la casa y allí organizó una gran fiesta para celebrar su casamiento. Pero había tantos y tantos, que el vino se acabó más rápido de lo que habían pensado, por lo que el padre le dijo a Miguel:

- Miguel, hijo mío, baja al sótano y trae más vino.

Obediente, bajó Miguel al sótano y abrió la espita de un barril. Pero en lugar de tener debajo de la espita una jarra, puso un colador, por lo que del barril no quedó ni una gota. Como tardaba tanto, bajó uno de los amigos a ver qué pasaba con Miguel. Lo encontró sentado tristemente en la escalera, viendo cómo el vino había manchado todo de rojo el suelo.

- Desgraciado, si tu mujer se enterara de esto, no querría estar contigo ni una hora más. Es mejor que traigas de la cocina toda la ceniza que encuentres. Vamos a echársela encima para que desaparezca el vino.

Fue Miguel corriendo a la cocina para buscar ceniza pero, no encontrándola, trajo harina y desparramóla toda ella en el piso del sótano.

- ¿Qué has hecho, desventurado? – preguntó el amigo – Será mejor que te vayas de tu casa, pues después de esto dudo que tu mujer no te apalee.

No esperó a oír más Miguel el loco y salió corriendo como alma que lleva el diablo. Los invitados lo vieron y salieron corriendo detrás suyo. Lo alcanzaron y lo trajeron de vuelta a viva fuerza. Lo consolaban diciéndole que Dios le daría vino por vino y harina por harina si se empeñaba.

Volvió Miguel a la mesa y, como no tenía qué beber, comenzó a comer. Y como tenía buen diente, comía y comía. Viendo esto, su esposa le advirtió:

- Oye, Miguel, no es costumbre del novio comer tanto. Cuando te pise el pie, debes dejar inmediatamente la comida.

Al poco tiempo entró el perro corriendo detrás del gato, que le había robado unas sobras y corrieron debajo de la mesa. El perro pisó, casualmente, el pie de Miguel y en el acto él dejó caer el tenedor y el cuchillo y no comió más; a pesar de las invitaciones de su padre, de los invitados y de su esposa.

Muy entrada la noche, todos los invitados se retirar a descansar a sus respectivas casas. Miguel y la mujer quedaron a solas.

- ¡Ay, esposa! Qué casamiento este. Estoy hambriento como un lobo.

- Bueno, y ¿por qué no has comido? Bastante te instamos todos.

- ¡Pero si me habías pisado el pie!

- ¿Yo?

- ¿Pues quién sino?

- ¡Ah! Tonto, ese fue el perro. Vete a la cocina donde aún hay algo de comer. Pero ten cuidado, no te comas unos tomates que también están allí.

Salió Miguel el loco a la cocina y, como estaba oscuro, no encontró la comida, pero sí los tomates. No dejó ni uno. Cuando volvió, le preguntó la mujer:

- ¿Has comido bien, esposo mío?

- Sí, querida esposa, pero ahora siento algo raro en el estómago.

- ¡Ay, Dios mío! Seguramente has comido los tomates.

- No sé si es así, pero siento que ya voy a devolver todo lo que he hecho entrar.

- Pues mira, allí, al lado de la puerta, hay dos vasijas. Una contiene leche para la mañana, y la otra está vacía. Usa la vacía.

Corrió Miguel y, en su apresuramiento, tomó la que tenía leche.

- Miguel, no has usado la que tenía leche ¿verdad?

- Yo no sé, pero oí que hacía un ruido como si hubiera caído al agua.

- Entonces ve, y échala contra la pared del fondo.

Pero Miguel entendió que debía echarla sobre la espalda de su padre. Salió corriendo y ejecutó el encargo tal como lo había entendido. El pobre viejo estaba durmiendo, y cuando hubo recibido el vasijazo en medio de la espalda, salió a la calle gritando de dolor y empapado en algo maloliente.

Cuanto perro había en el pueblo se le arrojó encima para lamerlo. A esto, el cura del campanario creyó que había fuego y repicaron las campanas. Todo el mundo de lanzó a la calle con baldes de agua.

Al volver Miguel a la casa, le preguntó su esposa:

- ¿Has arrojado todo como te he dicho?

- Ya lo creo, hubieras oído cómo gritó.

- ¿Quién gritó?

- Mi padre.

- Tonto, ve inmediatamente a pedirle perdón.


Pero el loco entendió que lo fuera a apedrear. Juntando todas las piedras que podía llevar en la mano, fue a donde estaba su padre y se las arrojó con buena puntería.

- ¿Has hecho lo que te dije?

- Ya lo creo, si vieras cómo aullaba.

- ¿Quién aullaba?

- Mi padre, cuando lo apedreaba.

- ¡Ay, desdichado, loco! Si lo que te he dicho es que fueras a pedirle perdón.

Comprendió la mujer que allí no podían estar ni un minuto más, por lo que juntó las cosas de ambos y resolvió partir. Apenas estaban a unos pasos de la casa, cuando la mujer le preguntó al esposo:

- ¿Has cerrado la puerta?

El loco entendió que le preguntaba si había traído la puerta, y contestó que no.

- Pues es mejor que vuelvas.

Y Miguel volvió, arrancó la puerta de sus goznes y se reunió con su mujer, trayendo la puerta sobre los hombros. Como estaba muy oscuro, no advirtió la esposa que su esposo venía cargado, pero le preguntó:

- ¿Has hecho lo que te dije?

- Sí, pero pesa bastante.

- ¿Qué pesa?

- ¡La puerta!

- ¿Qué puerta?

- La nuestra, que traigo sobre mis hombros ¿o de qué puerta hablabas?

- Pero si yo no he dicho que la trajeras, sino que la cerraras, desdichado. Pero ya que fuiste tan tonto para traerla, llévala con nosotros.

Siguieron caminando, el hombre con la puerta sobre los hombros; y así a travesaron llanos y montañas, ríos y valles.

Cierta vez que estaban atravesando un bosque, se encontraron con doce bandidos. No sabiendo dónde esconderse, se subieron a un árbol y llevaron la puerta con ellos, pensando la mujer que con la puerta debajo de ellos no los podrían ver los bandidos.

Justamente debajo de ese árbol se sentaron los bandidos para comer y contar el dinero que habían robado. Tanto dinero contaron, que duraba ya mucho tiempo, por lo que Miguel comenzó a sentir que la puerta se resbalaba por sus cansados dedos.

- Oye, mujer. La puerta se va a caer, ya no la puedo sostener, es muy pesada.

- Sostenla como puedas, que si se cae se darán cuenta que estamos aquí arriba y nos matarán.

El tonto aguantó mientras pudo, pero al final se le cayó. La puerta, que era enorme, cayó justo sobre las cabezas de los bandidos que estaban muy juntos, y los mató a todos.

Miguel y su mujer bajaron del árbol, tomaron todo el dinero de los bandidos, que era muchísimo, y con toda esa fortuna volvieron a su casa. Desde entonces nada les faltó.

Y del susto Miguel se volvió el hombre más sabio y prudente del pueblo. Quien no lo crea, que vaya al pueblo y visite a Miguel y a su esposa. Todavía viven, si no han muerto ya.


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